Educando con el corazón, creamos entornos seguros y afectivos en la infancia.
Educando con el corazón, creamos entornos seguros y afectivos en la infancia.
Hablar de educación en la primera infancia es
hablar del inicio de todo, ya que es en estos años cuando los niños forman
tanto su visión del mundo como la de sí mismos y de los demás. A lo largo de
los años, he comprendido que la labor del educador trasciende el aula. No solo
se trata de planear actividades o enseñar conceptos básicos, sino de construir
un entorno el cual sea emocionalmente seguro, en donde los niños puedan crecer,
confiar y ser ellos mismos.
Adicionalmente, en este escrito quiero dejar
más que un texto lleno de líneas sin sentido; quiero dejar una reflexión,
expresando mi punto de vista, ya que nuestro rol como educadores trasciende.
Se habla mucho de los ambientes físicos, los
materiales didácticos y/o las metodologías activas, pero pocas veces se
reconoce que lo más valioso en un entorno educativo es la presencia emocional
del educador. Aunque parezca algo no tan significativo, un saludo cálido, una
escucha sin interrupciones, un abrazo oportuno o una mirada compasiva tienen
más valor que cualquier recurso tecnológico, ya que cada gesto cuenta y cada
palabra deja huella, en especial en esos primeros años.
A lo largo de los años, he aprendido que el
afecto no es un lujo en la educación inicial, sino una necesidad básica. Hay
muchos niños y niñas que viven en contextos de carencia, de violencia o de
abandono emocional, y he comprobado que, más que un cuaderno o una ficha,
necesitan a alguien que los vea, que los entienda y que no los juzgue. Esto
favorece a la seguridad emocional, que se construye cuando el niño o la niña
siente que puede confiar, que su error no será castigado; por el contrario,
será acompañado. Esa confianza es la que permite que el aprendizaje ocurra. Por
eso, la labor del educador debe estar basada en la empatía, la paciencia y el
respeto profundo por la infancia.
Desde una perspectiva profesional, es esencial
que el aula esté diseñada no enfocándose en la comodidad del adulto, sino
enfocándose en la libertad y curiosidad del niño, ya que un espacio bien
pensado no solo previene accidentes, sino que invita a explorar, a jugar y a
aprender sin miedo. Cada rincón, cada material y cada detalle deben estar
alineados con el desarrollo integral de los niños, favoreciendo su autonomía,
su motricidad y su expresión emocional.
Personalmente, me parece mágico cuando a un
niño o niña se le iluminan sus ojos al descubrir que puede elegir, que puede
decidir con qué quiere jugar o cómo quiere expresarse. Eso es poder educativo
real, porque ellos se convierten en protagonistas y no solo en receptores de
órdenes.
El juego libre, la exploración sensorial y el
contacto con materiales diversos, aunque parezcan acciones sin sentido, tienen
mucho más impacto de lo que muchos aún creen. Son el lenguaje natural de la
infancia y el medio por el cual se construyen aprendizajes sólidos, duraderos y
felices.
Adicionalmente, una de las lecciones más
valiosas que he aprendido es que enseñamos más con lo que somos que con lo que
decimos. El educador debe ser coherente entre su discurso y sus acciones. Si
queremos formar niños respetuosos, solidarios y empáticos, debemos representar
esos valores cada día, incluso en aquellos momentos en los que se siente mayor
cansancio y/o frustración.
Dado que los niños y niñas imitan gestos,
palabras, actitudes, esto me ha hecho más consciente del impacto que tenemos en
su formación. No se trata de ser perfectos, porque no lo somos, pero podemos
ser auténticos: mostrando nuestra humanidad, reconociendo errores, pidiendo
perdón, celebrando los logros de los demás, incluso mostrando vulnerabilidad,
pero al mismo tiempo, valentía y resiliencia para afrontar las situaciones
difíciles. Siento que todo eso educa, y educa más que cualquier imagen, foto o
cartel pegado en la pared.
Reconozco que esta tarea exige una formación
constante, pero, sobre todo, una profunda vocación, ya que no se puede educar
en la infancia sin amor por ella. También debemos tener en cuenta que
ningún educador trabaja solo, ya que es fundamental reconocer el entorno que
rodea al niño y el papel que cumple la familia, los compañeros y los otros
profesionales en su desarrollo, influyendo de manera directa en su crecimiento.
Por eso, creo firmemente que la comunicación
con las familias debe ser cercana, abierta y sin juicios. Ellos, aunque en
ocasiones puedan ser “difíciles”, no son enemigos ni espectadores; ellos son
aliados fundamentales.
De igual manera, el aliarnos con psicólogos, terapeutas o trabajadores sociales no nos hace menos capaces; por el contrario, nos hace más responsables. Trabajar en red permite ver al niño en su totalidad y atender de manera oportuna sus necesidades, tanto visibles como invisibles.
Conclusión
Educar en la primera infancia es una labor
profundamente humana. No nos basta con saber planificar o aplicar una
metodología; es necesaria sensibilidad, entrega y convicción. Desde mi punto de
vista, crear ambientes seguros y afectivos no es una opción: es una obligación
ética. Es el primer paso para formar personas sanas, emocionalmente estables y
socialmente responsables.
De esta forma, cada vez que se ingresa al
aula, recordaremos que no solo se enseña: se está sembrando y se está
acompañando en sus primeros pasos a seres humanos que merecen respeto,
comprensión, ternura y oportunidades. Y eso, más que un trabajo, es un honor.
Andrés Castro
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